Sunday, March 18, 2007

El Presidio Político en Cuba: VIII

Si los dolores verdaderamente agudos pueden ser templados por algún goce, sólo puede templarlos el goce de acallar el grito de dolor de los demás. Y si algo los exacerba y los hace terribles es seguramente la convicción de nuestra impotencia para calmar los dolores ajenos. Esta angustia que no todos comprenden, con la que tanto sufre quien la llega a comprender, llenó muchas veces mi alma, la llenaba perennemente en aquel intervalo sombrío de la vida que se llama presidio de Cuba. Yo suelo olvidar mi mal cuando curo el mal de los demás. Yo suelo no acordarme de mi daño más que cuando los demás pueden sufrirlo por mí. Y cuando yo sufro y no mitiga mi dolor el placer de mitigar el sufrimiento ajeno, me parece que en mundos anteriores he cometido una gran falta que en mi peregrinación desconocida por el espacio me ha tocado venir a purgar aquí. Y sufro más, pensando que, así como es honda mi pena, será amargo y desgarrador el remordimiento de los que la causan a alguien. Aflige verdaderamente pensar en los tormentos que roen las almas malas. Da profunda tristeza su ceguedad. Pero nunca es tanta como la ira que despierta la iniquidad en el crimen, la iniquiedad sistemática, fría, meditada, tan constantemente ejecutada como rápidamente concebida. Castillo, Lino, Figueredo, Delgado, Juan de Dios Socarrás, Ramón Rodríguez Alvarez, el negrito Tomás y tantos otros, son lágrimas negras que se han filtrado en mi corazón. ¡ Pobre negro Juan de Dios ! Reía cuando le pusieron la cadena. Reía cuando le pusieron a la bomba. Reía cuando marchaba a las canteras. Solamente no reía cuando el palo rasgaba aquellas espaldas en que la luz del sol había dibujado más de un siglo. El idiotismo había sucedido en él a la razón; su inteligencia se había convertido en instinto; el sentimiento vivía únicamente entero en él. Sus ojos conservaban la fiel imagen de las tierras y las cosas; pero su memoria unía sin concierto los últimos con los primeros años de su vida. En las largas y extrañas relaciones que me hacía y que tanto me gustaba escuchar, resaltaba siempre su respeto ilimitado al señor y la confianza y gratitud de los amos por su cariño y lealtad. En el espacio de una vara señalaba perfectamente con el dedo los límites de las más importantes haciendas de Puerto Príncipe; pero en diez palabras confundía al biznieto con el bisabuelo, y a los padres con los hijos, y a las familias de más remoto y separado origen. Aquello que más le hería, que más dolor le causaba, hallaba en él por respuesta esa risa bondadosa, franca, llena, peculiar del negro de nación. Los golpes sólo despertaban la antigua vida en él. Cuando vibraba el palo en sus carnes, la eterna sonrisa desaparecía de sus labios, el rayo de la ira africana brillaba rápida y fieramente en sus ojos apagados, y su mano ancha y nerviosa comprimía con agitación febril el instrumento del trabajo. El Gobierno español ha condenado en Cuba a un idiota. El Gobierno español ha condenado en Cuba a un hombre negro de más de cien años. Lo ha condenado a presidio. Lo ha azotado en presidio. Lo ve impávido trabajar en presidio. El Gobierno español. O la integridad nacional, y esto es más exacto; que aunque tanto se empeñan en fundir en una estas dos existencias, España tiene todavía para mí la honra de tenerlos separados. Canten también, aplaudan también los sancionadores entusiastas de la conducta del Gobierno en Cuba.

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