Sunday, March 18, 2007

El Presidio Político en Cuba: VII

- ¡ Martí ! ¡ Martí ! me dijo una mañana un pobre amigo mío, amigo allí porque era presidiario político, y era bueno, y como yo, por extraña circunstancia había recibido orden de no salir al trabajo y quedar en el taller de cigarrería; mira aquel niño que pasa por allí. Miré. ¡ Triste ojos míos que tanta tristeza vieron ! Era verdad. Era un niño. Su estatura apenas pasaba del codo de un hombre regular. Sus ojos miraban entre espantados y curiosos aquella ropa rudísima con que le habían vestido aquellos hierros extraños que habían ceñido a sus pies. Mi alma volaba hacia su alma. Mis ojos estaban fijos en sus ojos. Mi vida hubiera dado por la suya. Y mi brazo estaba sujeto al tablero del taller; y su brazo movía, atemorizado por el palo, la bomba de los tanques. Hasta allí, yo lo había comprendido todo, yo me lo había explicado todo, yo había llegado a explicarme el absurdo de mí mismo; pero ante aquel rostro inocente, y aquella figura delicada, y aquellos ojos serenísimos y puros, la razón se me extraviaba, yo no encontraba mi razón, y era que se me había ido despavorida a llorar a los pies de Dios. ¡ Pobre razón mía ! Y cuántas veces la han hecho llorar así por los demás ! Las horas pasaban; la fatiga se pintaba en aquel rostro; los pequeños brazos se movían pesadamente; la rosa suave de las mejillas desaparecía; la vida de los ojos se escapaba; la fuerza de los miembros debilísimos huía. Y mi pobre corazón lloraba. La hora de cesar en la tarea llegó al fin. El niño subió jadeante las escaleras. Así llegó a su galera. Así se arrojó en el suelo, único asiento que nos era dado, único descanso para nuestras fatigas, nuestra silla, nuestra mesa, nuestra cama, el paño mojado con nuestras lágrimas, el lienzo empapado en nuestra sangre, refugio ansiado, asilo único de nuestras carnes magulladas y rotas, y de nuestros miembros hinchados y doloridos. Pronto llegué hasta él. Si yo fuera capaz de maldecir y odiar, yo hubiera odiado y maldecido entonces. Yo también me senté en el suelo, apoyé su cabeza en su miserable chaquetón y esperé a que mi agitación me dejase hablar. - ¿ Cuántos años tienes ? le dije. - Doce, señor. - Doce, ¿ y te han traído aquí ? Y ¿ cómo te llamas ? - Lino Figueredo. - Y ¿ qué hiciste ? - Yo no sé, señor. Yo estaba con taitica y mamita, y vino la tropa, y se llevó a taitica, y volvió, y me trajo a mí. - ¿ Y tu madre ? - Se la llevaron. - ¿ Y tu padre ? - También, y no sé de él, señor. ¿ Qué habré hecho yo para que me traigan aquí, y no me dejen estar con taitica y mamita ? Si la indignación, si el dolor, si la pena angustiosa pudiesen hablar, yo hubiera hablado al niño sin ventura. Pero algo extraño, y todo hombre honrado sabe lo que era, sublevaba en mí la resignación y la tristeza y atizaba el fuego de la venganza y de la ira; algo extraño ponía sobre mi corazón su mano de hierro, y secaba en mis párpados las lágrimas y helaba las palabras en mis labios. Doce años, doce años, zumbaba constantemente en mis oídos, y su madre y mi madre, y su debilidad y mi impotencia se amontonaban en mi pecho, y rugían, y andaban desbordados por mi cabeza, y ahogaban mi corazón. Doce años tenía Lino Figueredo, y el Gobierno español lo condenaba a diez años de presidio. Doce años tenía Lino Figueredo, y el Gobierno español lo cargaba de grillos, y lo lanzaba entre los criminales, y lo exponía, quizá como trofeo, en las calles. ¡ Oh ! ¡ Doce años ! No hay término medio, que vergüenza. No hay contemplación posible, que mancha. El Gobierno olvidó su honra cuando sentenció a un niño de doce años a presidio; la olvidó más cuando fue cruel, inexorable, inicuo con él. Y el Gobierno ha de volver, y volver pronto, por esa honra suya, ésta como tantas otras veces mancillada y humillada. Y habrá de volver pronto, espantado de su obra, cuando oiga toda la serie de sucesos que yo no nombro, porque me avergüenza la miseria ajena. Lino Figueredo había sido condenado a presidio. Esto no bastaba. Lino Figueredo había llegado ya allí; era presidiario ya; gemía uncido a sus pies el hierro; lucía el sombrero negro y el hábito fatal. Esto no bastaba todavía. Era preciso que el niño de doce años fuera precipitado en las canteras, fuese azotado, fuese apaleado en ellas. Y lo fue. Las piedras rasgaron sus manos; el palo rasgó sus espaldas; la cal viva rasgó y llagó sus pies. Y esto fue un día. Y lo apalearon. Y otro día. Y lo apalearon también. Y muchos días. Y el palo rompía las carnes de un niño de doce años en el presidio de La Habana y la integridad nacional hacía vibrar aquí una cuerda mágica que siempre suena enérgica y poderosa. La integridad nacional deshonra, azota, asesina allá. Y conmueve, y engrandece, y entusiasma aquí. ¡ Conmueva, engrandezca, entusiasme aquí la integridad nacional que azota, que deshonra, que asesina allá ! Los representantes del país no sabían la historia de don Nicolás del Castillo y Lino Figueredo cuando sancionaron los actos del gobierno, embriagados por el aroma del acomodaticio patriotismo. No lo sabían, porque el país habla en ellos; y si el país lo sabía, y hablaba así, este país no tiene dignidad ni corazón. Y hay aquello, y mucho más. Las canteras son para Lino Figueredo la parte más llevadera de su vida mártir. Hay más. Una mañana, el cuello de Lino no pudo sustentar su cabeza; sus rodillas flaqueaban; sus brazos caían sin fuerzas de sus hombros; un mal extraño vencía en él al espíritu desconocido que le había impedido morir, que había impedido morir a don Nicolás, y a tantos otros, y a mí. Verdinegra sombra rodeaba sus ojos; rojas manchas apuntaban en su cuerpo; su voz se exhalaba como un gemido; sus ojos miraban como una queja. Y en aquella agonía, y en aquella lucha del enfermo en presidio que es la más terrible de todas las luchas, el niño se acercó al brigada de su cuadrilla, y le dijo: - Señor, yo estoy malo; no me puedo menear; tengo el cuerpo lleno de manchas. -¡ Anda, anda !- dijo con brusca voz el brigada. -¡ Anda !- Y un golpe del palo respondió a la queja. -¡ Anda ! Y Lino, apoyándose, sin que lo vieran, que si lo hubieran visto su historia tendría una hoja sangrienta más, en el hombro de alguno no tan débil aquel día como él, anduvo. Muchas cosas andan. Todo anda. La eterna justicia, insondable cuanto eterna, anda también, y ¡ algún día parará ! Lino anduvo. Lino trabajó. Pero las manchas cubrieron al fin su cuerpo, la sombra empañó sus ojos, las rodillas se doblaron. Lino cayó, y la viruela se asomó a sus pies y extendió sobre él su garra y le envolvió rápida y avarienta en su horroroso manto. ¡ Pobre Lino ! Sólo así, sólo por el miedo egoísta del contagio fue Lino al hospital. El presidio es un infierno real en la vida. El hospital del presidio es otro infierno más real aún en el vestíbulo de los mundos extraños. Y para cambiar de infierno, el presidio político de Cuba exige que nos cubra la sombra de la muerte. Lo recuerdo, y lo recuerdo con horror. Cuando el cólera recogía su haz de víctimas allí, no se envió el cadáver de un desventurado chino al hospital hasta que un paisano suyo no le picó una vena y brotó una gota, una gota de sangre negra, coagulada. Entonces, sólo entonces se declaró que el triste estaba enfermo. Entonces; y minutos después el triste moría. Mis manos han frotado sus rígidos miembros; con mi aliento los he querido revivir; de mis brazos han salido sin conocimiento, sin vista, sin voz, pobres coléricos; que sólo se juzgaba que lo eran. Bello, bello es el sueño de la Integridad Nacional. ¿ No es verdad que es muy bello, señores diputados ? ¡ Martí ! ¡ Martí ! volvió a decirme pocos días después mi amigo. Aquel que viene allí ¿ no es Lino ? Mira, mira bien. Miré, miré. ¡ Era Lino ! Lino que venía apoyado en otro enfermo, caída la cabeza, convertida en negra llaga la cara, en negras llagas las manos y los pies; Lino, que venía, extraviados los ojos, hundido el pecho, inclinado el cuerpo, ora hacia adelante, ora hacia atrás, rodando al suelo si lo dejaban solo, caminando arrastrado si se apoyaba en otro; Lino, que venía con la erupción desarrollada en toda su plenitud, con la viruela mostrada en toda su deformidad, viva, supurante, purulenta. Lino, en fin, que venía sacudido a cada movimiento por un ataque de vómito que parecía el esfuerzo postrimero de su vida. Así venía Lino, y el médico del hospital acababa de certificar que Lino estaba sano. Sus pies no lo sostenían; su cabeza se doblaba; la erupción se mostraba en toda su deformidad; todos lo palpaban; todos lo veían. Y el médico certificaba que venía sano Lino. Este médico tenía la viruela en el alma. Así pasó el triste la más horrible de las tardes. Así lo vio el médico del establecimiento, y así volvió al hospital. Días después, un cuerpo pequeño, pálido, macilento, subía ahogándose las escaleras del presidio. Sus miradas vagaban sin objeto; sus manecitas demacradas apenas podían apoyarse en la baranda; la faja que sujetaba los grillos resbalaba sin cesar de su cintura; penosísima y trabajosamente subía cada escalón. -¡ Ay ! decía, cuando fijaba al fin los dos pies. ¡ Ay, taitica de mi vida ! y rompía a llorar. Concluyó al fin de subir. Subí yo tras él y me senté a su lado y estreché sus manos y le arreglé su mísero petate y volví más de una vez mi cabeza para que no viera que mis lágrimas corrían como las suyas. ¡ Pobre Lino ! No era el niño robusto, la figura inocente y gentil que un mes antes sacudía con extrañeza los hierros que habían unido a sus pies. No era aquella rosa de los campos que algunos conocieron risueña como Mayo, fresca como abril. Era la agonía perenne de la vida. Era la amenaza latente de la condenación de muchas almas. Era el esqueleto enjunto que arroja la boa constrictora después que ha hinchado y satisfecho sus venas con su sangre. Y Lino trabajó así. Lino fue castigado al día siguiente así. Lino salió en las cuadrillas de la calle así. El espíritu desconocido que inmortaliza el recuerdo de las grandes innatas ideas, y vigoriza ciertas almas quizá predestinadas, vigorizó las fuerzas de Lino y dio robustez y vida nueva a su sangre. Cuando salí de aquel cementerio de sombras vivas, Lino estaba aún allí. Cuando me enviaron a estas tierras. Lino estaba allí aún. Después la losa del inmenso cadáver se ha cerrado para mí. Pero Lino vive en mi recuerdo y me estrecha la mano y me abraza cariñosamente y vuela a mi alrededor y su imagen no se aparta un instante de mi memoria. Cuando los pueblos van errados; cuando o cobardes o indiferentes cometen o disculpan extravíos, si el último vestigio de energía desaparece, si la última, o quizá la primera, expresión de la voluntad guarda torpe silencio, los pueblos lloran mucho, los pueblos expían su falta, los pueblos perecen escarnecidos y humillados y despedazados, como ellos escarnecieron y despedazaron y humillaron a su vez. La idea no cobija nunca la embriaguez de la sangre. La idea no disculpa nunca el crimen y el refinamiento bárbaro en el crimen. España habla de su honra. Lino Figueredo está allí. Allí; y entre los sueños de mi fantasía, veo aquí a los diputados danzar ebrios de entusiasmo, vendados los ojos, con vertiginoso movimiento, con incansable carrera, alumbrados como Nerón por los cuerpos humanos que atados a los pilares ardían como antorchas. Entre aquel resplandor siniestro, un fantasma rojo lanza una estridente carcajada. Y lleva escrito en la frente Integridad Nacional: los diputados danzan. Danzan y sobre ellos una mano extiende la ropa manchada de sangre de don Nicolás del Castillo y otra mano enseña la cara llagada de Lino Figueredo. Dancen ahora, dancen.

No comments: